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Luis Felipe Noé y el oráculo del caos: una herencia viva para el arte del Litoral

Por Facundo Sagardoy

Luis Felipe Noé, el legendario Yuyo, partió este mes a los 91 años, como quien cierra un ciclo sin clausurarlo. Su muerte no es un final: es una expansión. Su figura -viva, oracular, disruptiva- continúa irradiando en la cultura argentina como una estrella de alto voltaje en el firmamento del arte contemporáneo.
Más que una ausencia, deja una presencia multiplicada: una constelación de obras, conceptos, intuiciones y rebeldías que siguen dialogando con nuestro tiempo.
En Corrientes, ese eco se torna materia a través de «El oráculo divino», una pieza de lirismo vibrante que se incorpora al acervo del Museo de Arte Contemporáneo de Corrientes (Ñandé MAC) gracias a la generosa donación de la Colección Luis Niveiro. No es una obra más. Es una señal.
Una de esas piezas que no llegan: irrumpen. Como si el propio Noé, desde su lúcida intemperancia, eligiera hablarle al Litoral con un lenguaje que no busca agradar, sino despertar.
Ese acrílico sobre papel no propone certezas. Propone vértigos. La imagen se fragmenta, se retuerce, se reinventa. Noé no ordena: revela el caos.
Pero no como disolución, sino como potencia. Como sistema otro. Su arte siempre tuvo algo de profecía secular: un oráculo sin dioses que interroga desde lo humano, con la furia de lo inacabado, con la pasión de lo verdadero.
Nacido en Buenos Aires el 26 de mayo de 1933, Noé fue más que un pintor: fue una ruptura encarnada. En los años 60, junto a Rómulo Macció, Ernesto Deira y Jorge de la Vega, funda el grupo Nueva Figuración, una corriente que desbordó los márgenes entre lo figurativo y lo abstracto, entre la imagen y la herida.
No buscaban estilo: buscaban intensidad. No respondían al mercado: respondían a la necesidad de decir algo que el lenguaje no alcanzaba.
La estética del caos que Noé desarrolló no fue una renuncia al sentido, sino una multiplicación del mismo. Cada trazo suyo parecía decir: el mundo no es una totalidad armónica, sino un territorio roto por donde asoma lo real. Su obra no calma. Su obra incomoda, sacude, exige.
El arte -para Noé- no era decoración ni consuelo. Era pensamiento encarnado. Era ritmo, era cuerpo, era conflicto.
Pintor, ensayista, docente, polemista, viajero incansable. Su pensamiento desbordaba los márgenes del lienzo. En textos como «Antiestética», «Recontrapoder» y «El arte entre la tecnología y la rebelión», desplegó una visión crítica del sistema artístico, de sus pactos con el poder, de su domesticación simbólica. Frente a eso, Noé propuso insumisión. Rebelión estética. Consciencia de caos.
Expuso en Nueva York, París, Madrid, Bogotá, Lima, Santiago de Chile. Fue representante argentino en la Bienal de Venecia, invitado de honor en Curitiba. Y, sin embargo, nunca dejó de cultivar un vínculo íntimo con lo local, con ese país fragmentado que habitaba y pensaba. Sus obras no eran globos aerostáticos del arte global: eran raíces tensadas hacia el mundo.
Sus reconocimientos fueron muchos -Guggenheim, Di Tella, Konex Brillante, Premio Nacional-, pero tal vez su mayor mérito fue la influencia que ejerció sin imposturas. Fue faro y fogata. Maestro y revulsivo. Las generaciones que lo siguieron no lo convirtieron en estatua: lo discutieron, lo desarmaron, lo incorporaron como se incorpora lo que arde.
La retrospectiva «Noé: Mirada prospectiva», organizada en 2017 por el Museo Nacional de Bellas Artes, fue más que un homenaje: fue una lectura anticipatoria. Allí, su obra revelaba lo que vendría: un mundo aún más convulso, aún más necesitado de artistas que no callen ante el ruido del sistema.
La creación de la Fundación Luis Felipe Noé, junto a su familia, apuntaló ese gesto de futuro. Porque archivar su obra no fue encerrarla en el pasado: fue abrirla al porvenir. Noé entendía la cultura como un tejido vivo, como una conversación sin punto final, como una pregunta que persiste.
Y hoy, esa pregunta llega a Corrientes y a Chaco en forma de imagen. «El oráculo divino» no solo embellece las futuras paredes de Ñandé MAC: las interroga. Su llegada se instala como un umbral entre épocas, entre geografías, entre cosmovisiones. Allí, lo divino no remite a lo trascendente, sino a lo latente. La revelación no baja del cielo: emerge del temblor.
¿Y qué revela? Tal vez que el arte, aún en su forma más fragmentaria, puede contener un mundo. O al menos, indicarnos que hay mundos posibles. Noé no nos deja un camino marcado, sino un mapa abierto. Una constelación que se arma en la mirada del otro. En el temblor del presente.
Frente a «El oráculo divino», no hay respuestas. Hay preguntas que persisten como música. ¿Qué puede el arte cuando todo se descompone? ¿Qué significa hoy pintar? ¿Qué rol tiene la belleza en tiempos de incertidumbre?
Noé no pretendía enseñarnos a ver. Nos enseñó a mirar. Y en ese gesto, profundamente humano, profundamente poético, nos regaló una brújula para habitar el caos con lucidez, con pasión y con un poco de locura luminosa.
Su legado no se guarda: se cultiva. Su voz no se apaga: resuena. Su arte no termina: continúa.
Yuyo Noé, eterno oráculo, nos sigue hablando.

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